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en el 80 aniversario de Gabo. (Letras del continente mestizo, Arca, 1972)
“Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella
tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así empieza
Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez que integra,
desde ahora (con Rayuela, de Cortázar, y La casa verde, de Vargas
Llosa), el tríptico más creador de la última narrativa hispanoamericana.
Al igual que el coronel Aureliano Buendía, también García Márquez fue a
conocer el hielo, por supuesto no el témpano textual, sino el de las
leyendas de la infancia, ese que hizo que confesara a Luis Harss : “Se
me están enfriando los mitos” [1].
Afortunadamente, más o menos por la misma época de esa confesión,
decidió reanimarlos, volverlos a la vida, mediante el simple recurso de
acercarles un poco de delirio.
Gabriel García Márquez nació en Aracataca, el 6 de marzo de 1928. En
1955, cuando publicó su primera novela La hojarasca, ya era conocido
por su cuento Un día después del sábado, que obtuviera el primer premio
en el concurso de cuentos convocado por la Asociación de Escritores y
Artistas de su país. La novela, que desde el primer momento tuvo buena
acogida de la crítica, sólo en 1960, al ser publicada por la
Organización Internacional de los Festivales del Libro, se convirtió en
un best-seller (en Colombia se vendieron treinta mil ejemplares). En
1961, publicó una segunda novela, El coronel no tiene quien le escriba;
en 1962, un volumen de notables cuentos, Los funerales de la Mamá
Grande, y en 1963 una nueva novela, La mala hora, publicada en España
por una editorial que, probablemente con el afán de anticiparse a la
censura, “se permitió libertades que sacaron de quicio al novelista y
motivaron las enérgicas protestas de quien ya no se reconocía en la
criaturas” [2].
Casi todos los relatos de García Márquez
transcurren en Macondo, un pueblo prototípico, tan inexistente como el
faulkneriano condado de Yoknapatawpha o la Santa María de nuestro
Onetti, y sin embargo tan profundamente genuino como uno y otra. No
obstante, de esos tres puntos claves de la geografía literaria
americana, tal vez sea Macondo el que mejor se imbrica en un paisaje
verosímil, en un alrededor de cosas poco menos que tangibles, en un aire
que huele inevitablemente a realidad; no, por supuesto, a la literal,
fotográfica, sino a la realidad más honda, casi abismal, que sirve para
otorgar definitivo sentido a la primera y embustera versión que suelen
proponer las apariencias. En Yoknapatawpha y en Santa María las cosas
son meras referencias, a lo sumo cándidos semáforos que regulan el
tránsito de los complejos personajes; en Macondo, por el contrario, son
prolongaciones, excrecencias, involuntarios anexos de cada ser en
particular. El paraguas o el reloj del coronel (en El coronel no tiene
quien le escriba), las bolas de billar robadas por Dámaso (en En este
pueblo no hay ladrones), la jaula de turpiales construida por Baltazar
(en La prodigiosa tarde de Baltazar), los pájaros muertos que asustan a
la viuda Rebeca (en Un día después del sábado), el clarinete de Pastor
(en La mala hora), la bailarina a cuerda (en La hojarasca), pueden ser
obviamente tomados como símbolos, pero son mucho más que eso: son
instancias de vida, datos de la conciencia, reproches o socorros
dinámicos, casi siempre testigos implacables.
Por otra parte, el novelista crea elementos de nivelación (el calor,
la lluvia) para emparejar o medir seres y cosas. (Por lo menos el
primero de esos rasgos ha sido bien estudiado por Ernesto Volkening [3].
En La hojarasca, en El coronel, en alguno de los cuentos, el calor
aparece como un caldo de cultivo para la violencia; la lluvia, como un
obligado aplazamiento del destino. Pero calor y lluvia sirven para
inmovilizar una miseria viscosa, fantasmal, reverberante. El calor,
especialmente, hace que los personajes se muevan con lentitud, con
pesadez. Por objetiva que resulte la actitud del narrador, hay
situaciones que, reclutadas fuera de Macondo o quizá del trópico, se
volverían inmediatamente explosivas; en el pueblo inventado por García
Márquez son reprimidas por la canícula. (Quizá valdría la pena comparar
el machismo urgente de las novelas mexicanas con el machismo sobrio de
García Márquez). Claro que, entonces, la parsimonia de esas criaturas
pasa a. tener un valor alucinante, un aura de delirio, algo así como una
escena de arrebato proyectada en cámara lenta.
Es así que pocos relatos de García Márquez incluyen escenas de
violencia desatada. Colombia es el. país latinoamericano donde, en
obediencia a la vieja ley de la oferta y la demanda, se han escrito más
tratados sobre la violencia (hasta un sacerdote, Germán Guzmán Campos,
es coautor de un libro sobre el tema) ; en un medio así, la economía de
ímpetus que aparecen en estos cuentos y novelas, puede parecer
inexplicable. La verdad es, sin embargo, que la violencia queda
registrada, aunque de una manera muy peculiar. Ya sea como cicatriz del
pasado o como amenaza del futuro, la violencia está siempre agazapada
bajo la paz armada de Macondo. En estos relatos, el presente (que sirve
de soporte a una impecable técnica del punto de vista) es un mero
interludio entre dos violencias.
En La hojarasca, por ejemplo, lo actual es la lenta asunción de un
cadáver, los morosos prolegómenos de su entierro; sin embargo, el pasado
del médico suicida está sembrado de conminaciones, de condenas
públicas, de infiernos privados, y la trayectoria del ataúd, que “queda
flotando en la claridad, como si llevaran a sepultar un navío muerto”,
no es por cierto más segura. En El coronel, ese viejo matrimonio que se
va hundiendo en la miseria y que diariamente hace el patético escrutinio
de sus negociables pertenencias, registra una devastación de su pasado
(el hijo fue acribillado en la gallera, por distribuir información
clandestina) y la última línea de la novela está ocupada por una
rutilante palabrota que abre la puerta a nuevos estragos. Pero entre uno
y otro extremo sólo existe, bordeada por el calor y la lluvia, una
calma eléctrica, amenazada, tensa, húmeda. Aun el gallo, que es de riña
(es decir, de violencia), heredado del hijo muerto, es no sólo un
símbolo, sino un ejecutante de ese destino, pero habrá de ejercerlo una
vez que termine la novela, cuando llegue la estación de las riñas;
mientras tanto, es apenas un testigo.
No es, sin embargo, casual que, en el país de la violencia, los
relatos de García Márquez transcurran por lo general en las escasas
treguas. Tal vez ello muestre, por parte del novelista, la voluntad de
obligarse a ser lúcido en una región donde el hervor y el arrebato han
instaurado un nuevo nivel de expiaciones y una nueva ley que no es
necesariamente ciega. García Márquez no es un escritor de obvio mensaje
político; su compromiso es más sutil. Acaso por eso elija las treguas:
porque esos lapsos son probablemente los únicos en que la mirada del
colombiano tiene ocasión de detenerse sobre los hechos escuetos, sobre
la sangre ya seca, sobre la angustia siempre abierta. Sólo durante las
treguas es posible llevar a cabo el balance de los estallidos. García
Márquez no intenta extraer consecuencias históricas, políticas o
sociológicas; se limita a mostrar como son los colombianos (al menos,
los hipotéticos colombianos de Macondo) entre uno y otro fragor, entre
una y otra redada letal. El balance se hace espontáneamente, mediante
las duras compensaciones de la vida que vuelve a transcurrir. Durante
esas paces precarias, el coronel (que “no tiene quien le escriba” acerca
de la pensión que reclama como excombatiente de la guerra de los mil
días) reinicia su espera infructuosa, vuelve a sumergirse en su
incurable optimismo, reactualiza el parco amor que lo une a su mujer. No
obstante, en la última línea reasume su belicoso desencanto, pronuncia
la agresiva palabrota como una forma de sentirse vivo.
Algunos de los cuentos que integran el volumen Los funerales de la
Mamá Grande pueden contarse entre las muestras más perfectas que ha dado
el género en América Latina. La siesta del martes, La prodigiosa tarde
de Baltazar, Un día después del sábado, y el que da título al libro
(formidable empresa en la que García Márquez usa el estilo y los lugares
comunes de la glorificación, precisamente para destruir un mito), son
relatos de una concisión admirable y sobre todo de un excepcional
equilibrio artístico. Volkening ha reconocido con acierto el carácter
fragmentario de estos cuentos, pero tengo la impresión de que se
equivoca al atribuir ese carácter a la “visión de un mundo inconcluso” [4].
La verdad es que, pese a tal fragmentarismo, García Márquez no pierde
nunca de vista las claves y el sentido que el conjunto le otorga. Habría
que decir que, en su caso particular, los árboles no le impiden ver el
bosque. Por cierto me parece más atinada la observación de Angel Rama:
“El sistema fragmentario le ha servido justamente para componer los
diversos paneles de tal modo que en el esfuerzo del lector por rearmar
el cuadro, estableciendo las vinculaciones no dichas, sólo sugeridas,
cobre existencia autónoma la obra revelándose el sentido último de la
creación. A pesar de que estamos ante un determinisino social muy
acusado, esta obra convoca la libertad del lector, la hace posible por
su participación creadora” [5].
Precisamente es en La hojarasca donde esa tesis empieza a
comprobarse, no ya mediante el cotejo, con otros relatos, sino dentro
del sistema contrapuntístico usado en la propia novela. Frente al
cadáver del médico francés que se ha ahorcado, tres personajes (que son
además tres generaciones: el abuelo, la hija, el nieto) piensan por
turno acerca del suicida o de sí mismos, barajan imágenes y recuerdos,
enfocan doble o triplemente algún hecho único, singular. El tiempo
externo de la novela es aproximadamente una hora; pero en cambio es
enorme el lapso abarcado por el tríptico mnemónico. También aquí la
construcción se hace en base a fragmentos, pero (a diferencia de lo que
acontecerá con los cuentos) el todo está a la vista, rompe los ojos. En
La hojarasca, García Márquez todavía no tiene la mano segura que
escribirá los mejores cuentos y El coronel. Todavía se nota demasiado el
implacable trazado de zonas, la excesiva preocupación por los cruces
peripécicos, cierta intención de distanciamiento que, en algunos
capítulos, desvitaliza a los personajes. Aun con tales descuentos, no
deben ser muchos los escritores latinoamericanos que hayan inaugurado su
carrera literaria con un libro tan bien estructurado, tan austeramente
escrito y tan artísticamente válido.
Luego vendrá El coronel no tiene quien le escriba, un relato en
tercera persona que transcurre casi en línea recta. La sobriedad
expositiva es llevada al máximo; el narrador, que se prohibe hasta los
menores lujos verbales, contrae (y cumple) la obligación de no tomar
partido por los personajes, y de exponer diversas (aunque no todas)
etapas del expediente a fin de que el lector use su propia imaginación
para crear los complementos y extraer luego sus conclusiones. La novela
tiene un ritmo tan peculiar que, sin él, la historia perdería gran parte
de la fascinación que ejerce sobre el lector. Para contar esas
incesantes idas y venidas del coronel (del usurero al sastre, del correo
al abogado, del médico al sacerdote, y siempre regresando donde su
mujer y su gallo), para relatar ese tránsito cansino pero sostenido, es
imposible imaginar otra prosa que no sea ésta, sustancial, despojada,
precisa, sin un adjetivo de más ni una verdad de menos.
En La mala hora, la violencia es una presencia agazapada. Todas las
mañanas, las paredes del pueblo aparecen con pasquines que revelan
detalles ignominiosos de la vida del pueblo. Pero también es una
presencia literal. “Usted no sabe”, le dice el peluquero, a Arcadio, el
juez, “lo que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo
matarán a uno, y que pasen diez años sin que lo maten”. “No lo sé”,
contesta Arcadio, “ni quiero saberlo”. Pero en La mala hora, el crimen
es algo más que un recuerdo. Ya en sus comienzos, César Montero oye el
clarinete de Pastor, que trae a su mujer el recuerdo de la letra: “Me
quedaré en tu sueño hasta la muerte”. Y en realidad se queda, porque
Montero sale y lo mata de un tiro de escopeta.
Los personajes
de La mala hora constituyen suerte de coro, una mala una conciencia
plural que con vierte al pueblo en una gran olla de rencor. Los
adulterios, las estafas, los resentimientos, ceban la muerte, pero
también encarnizan la acusación anónima. “Quiero que pongas el naipe”,
dice el alcalde a Casandra, la templada adivina del circo, “a ver si
puede saberse quién es el de estas vainas”. Ella calcula bien las
consecuencias, antes de echar las cartas q interpretarlas con precisa
lucidez: “Es todo el pueblo y no es nadie”. La novela no llega al nivel
de El coronel, quizá porque García Márquez se pasa aquí de austero. Los
personajes son lacónicos, la trama es ambigua, el hilo anecdótico es
mínimo, los personajes son vistos casi siempre desde fuera. El autor
sortea casi todos esos riesgos, pero de a ratos la novela parece
inmovilizarse, no dar más de sí. Al contrario de lo que sucede con Un
día después del sábado, que parece un cuento con tema de novela, La mala
hora podría ser una novela con tema de cuento.
Llegados a este punto, sin embargo, habrán de caerse todos los
peros. La más reciente novela de García Márquez, Cien años de soledad,
es una empresa que en su mero planteo parece algo imposible y que sin
embargo en su realización es sencillamente una obra maestra. “Las cosas
tienen vida propia”, pregona el gitano Melquiades en su primera
irrupción, “todo es cuestión de despertarles el ánima”. No otra cosa
hace García Márquez, que en un largo arranque que tiene mucho de
vertiginosa, incontenible inspiración [6],
pero también mucho de tenaz elaboración previa, despierta no sólo a las
cosas y a los seres, sino también a los fantasmas de unas y otros.
Todos los libros anteriores, aun los más notables (como Los
funerales de la Mamá Grande y El coronel no tiene quien le escriba), se
convierten ahora en un intermitente borrador de esta novela excepcional,
en la trama de datos más o menos verosímiles que servirán de trampolín
para el gran salto imaginativo. Aparentemente cada uno de los libros
anteriores fue un fragmento de la historia de Macondo (aun los relatos
que no transcurren en ese pueblo, se refieren a él e integran su mundo) y
éste de ahora es la historia total. Pero esta historia total abre
puertas y ventanas, elimina diques y fronteras. Siempre se trata de
Macondo, claro, y ese pueblo mítico, aun en los libros anteriores, fue
quizá una imagen de Colombia toda; pero ahora Macondo es aproximadamente
América Latina; es tentativamente el mundo. Asimismo, la novela es la
historia de los Buendía, pero también del Hombre, que lleva no cien
sino miles de años de soledad. A través de un siglo, los personajes van
entregando y recogiendo nombres como postas, y los Aurelianos y los
Arcadios, las Ursulas y las Amarantas, se suceden como cielos lunares.
Claro que, en definitiva, lo que menos importa es la alegoría. Cien
años de soledad es sobre todo (anunciémoslo sin vergüenza y con orgullo)
una novela de lectura plenamente disfrutable. Y eso en todos sus
niveles: en el de la anécdota, que es sorpresiva, novedosa,
incalculable; en el del lenguaje, que es terso, claro, sin
anfractuosidades; en el de la estructura, que es imponente y sin embargo
no hace pesar su descomunalidad; en el de su buen humor, verdadero
armisticio de estas criaturas longevas, alarmantes y contradictorias;
en el de su simbología, ya que aquí hay señas y contraseñas para todas
las lupas; y por último, en el de su espléndida libertad creadora, ya
que en esta novela de realidades y de ensoñaciones, el legado
surrealista vuelve por sus fueros e impregna de gloriosa juventud, de
imaginativa dispensa, de aptitud sortílega, de cautivante diversión, un
contexto como el colombiano, cuya acrimonia, ira y desecación (al menos
en su literatura) son proverbiales.
Si tuviera que
elegir una sola palabra para dar el tono de esta novela, creo que esa
palabra sería: aventura. La aventura invade la peripecia y el estilo, el
paisaje y el tiempo, la mente y el corazón de personajes y lectores. El
autor aparece como un mero instigador de tanta disponibilidad
aventurera como posee la historia, como propone la geografía, como
tolera la nosomántica. Incluso el elemento fantástico está
prodigiosamente imbricado en esa trabazón aventurera. Asistimos con el
mismo desvelo a la (muy verosímil), doble vida sentimental de Aureliano
Segundo, que a la subida al cielo en cuerpo y alma de la bella Remedios
Buendía. Todo, lo creíble y lo increíble, está nivelado en la obra
gracias a su condición aventurera. El azar cae del cielo tan
naturalmente como la lluvia, pero no hay que olvidar que una sola lluvia
macondiana dura cuatro años, once meses y dos días.
Allá por su
cuento (tan difundido en antologías) Monólogo de Isabel viendo llover en
Macondo, García Márquez hablaba del “dinamismo interior de la
tormenta”. Pues bien, en Cien años de soledad ese dinamismo por fin se
exterioriza, y arrolla con todo: los techos, las paredes, la razón, los
pronósticos. La nueva novela tiene numerosas referencias a personajes de
las otras instancias de Macondo que figuran en La hojarasca, en Los
funerales, en El coronel, en La mala hora, pero basta comparar la
austera credibilidad de aquellas figuras con la desembarazada, casi loca
articulación que ahora mueve a los mismos personajes, para advertir que
si el Macondo de los otros libros transcurría a ras de suelo, éste de
ahora transcurre a ras de sueño. Los ojos abiertos que, tácitamente, el
novelista reclama del lector, son en cierto modo los de una vigilia
dentro del sueño. Por algo, la más famosa enfermedad que atraviesa el
libro, es la peste del insomnio. ¿Dónde es permitido mantenerse
inexorablemente despierto? ¿en qué región que no sea la del sueño es
posible la vigilia total, inacabable? Justamente, varios de los pasajes
más notables de la obra (por ejemplo, la posesión de Amaranta Ursula por
el último Aureliano) son aquellos en que las cosas acontecen no
exactamente como en la embridada realidad, sino como suelen transcurrir
en la dimensión imprevisible de los sueños, cuando el inconsciente
aparta por fin todas las convenciones y prójimos que molestan, todos los
códigos, rituales y miradas que impiden el cumplimiento de los deseos
más raigales. “En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo,
Amaranta Ursula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan
irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido
contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de
evitar”. Sí, Amaranta Ursula lo comprende, y evidentemente se trata de
uno de esos lúcidos alcances que sobrevienen dentro del sueño, porque un
silencio así, tan compacto, tan fragante, tan fértil, entre dos que
hacen peleada y furiosamente el amor, puede sobrevenir, en el plano de
la mera comprensión, como un deseo que tiene conciencia de las
distancias; pero sólo puede realizarse en esa desenvoltura, inmune y
resuelta, que crea el ensueño.
En una
dimensión así, donde todo parece levemente distorsionado pero no irreal,
cada premonición ocurre como vislumbre, cada palabrota suena como un
canon, cada muerte viene a ser un tránsito deliberado. Quizá ahí esté el
más recóndito significado de estos pavorosos, desalados, mágicos,
sorprendentes Cien años de soledad. Porque la verdad es que nunca se
está tan solo como en el sueño.
(1967)
Notas
[1] Luis Harss: Los nuestros, Buenos Aires, 1966.
[2] Así informó la revista Eco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.
[3] Ernesto Volkening: Gabriel García Márquez o el trópico desembrujado, en revista Eco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.
[4] Art. cit.
[5] Angel Rama: García Márquez: la violencia amena, en semanario
Marcha, Montevideo, N° 1201, 17 de abril Montevideo, N° 1201, 17 de
abril de 1964.
[6] Según cuenta Luis Harss (ver nota 1), García Márquez le escribió
en noviembre de 1985: “Estoy loco de felicidad. Después de cinco años
de esterilidad absoluta, este libro está saliendo como un chorro, sin
problemas de palabras”.
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